594. La humana grandeza de lo divino.

594.   La humana grandeza de lo divino.

En esta época de desmoronamiento general, de claudicaciones, de deslealtades, de falta de firmeza, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que siempre hemos de querer comunicar a toda la gente, porque es un tesoro que muchos personas hemos recibido de un santo sacerdote, San Josemaría: 
·        “Estas crisis mundiales son crisis de santos”.
Pero para ello tenemos que convencernos, entre otras cosas, de que ordinariamente esas crisis de santos, esa santidad, no la encontraremos entre las hazañas deslumbrantes de nuestra vida, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no nos faltarán ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, de lo de cada instante el amor fecundo y perseverante que tenemos a Jesucristo.
Esas “Crisis de Santos” serán una realidad si somos perseverantes, cada uno de nosotros, en lo pequeño, en lo cotidiano y no buscamos habitualmente las hazañas, lo espectacular, lo llamativo o lo grandioso.
Tenemos que insistir en que la grandeza de la andadura a lo divino está en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de cada jornada. En esas pequeñas y habituales luchas que llenan de gozo y felicidad al Señor, y que sólo Él y cada uno de nosotros conocemos.
Dios se fija y valora muy positivamente esa constante, esforzada y sacrificada lucha nuestra por mejorar.
Personalmente no somos nada, no valemos nada, y nuestras pequeñas acciones tampoco lo valen, pero si somos fieles, el Señor en esas pequeñeces, en esos detalles, en esas minucias insignificantes pondrá el incremento, y la afirmación del Maestro resonara con autoridad:
·        “El cristiano es luz, sal, fuego y fermento del mundo, y un poco de levadura hará fermentar la masa entera”.
Por ejemplo y entrando en algún detalle habitual, un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al que está equivocado le debe corregir: si, pero con afecto: si no, no le podrá ayudar. Pues hay que convivir, con cariño y con delicadeza, con todos; hay que comprender; hay que disculpar; hay que ser fraternos; hay que vivir, dulce y tiernamente, el mandamiento del amor y; como aconsejaba San Juan de la Cruz:
·        “En todo momento hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor”.
Y eso hay que hacerlo también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan, a cada instante, el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales.
Por lo tanto, tú y yo, todos: la inmensidad de cristianos dispersos por el mundo, provecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos personalmente y para santificar a todos y especialmente a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiéndonos colaboradores en ese bello plan que Dios nos tiene encomendado.
Para continuar recojo ahora unas consideraciones de Teresa de Ávila, en el libro de la vida: 
·        “Todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios”.
Cuando una persona se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad, para el cielo, para la dicha inconmensurable de una felicidad eterna; la persona, deja de saborear la paz, el sosiego y la serenidad.
Debemos por lo tanto esforzarnos para no perder nunca este trascendente punto de mira sobrenatural, este criterio que siempre ha de estar anclado en nuestra vida, en nuestra labor diaria.
Nos dice San Josemaría:
·        “Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino”.
Nos ha dicho San Josemaría acertadamente que ya podemos lograr los éxitos más espectaculares en el terreno social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si nos descuidamos interiormente y nos apartamos del Señor, al final habremos fracasado rotundamente.
Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, conseguiremos la victoria si luchamos por portarnos como cristianos auténticos: no cabe una solución intermedia.
Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como los niños pequeños, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a ayudar, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red, colmada de abundantes frutos; y al llegar a la orilla nos sentiremos  dichosamente eficaces, felices, porque donde fallan nuestras fuerzas, donde fallan nuestros propósitos, llega el inconmensurable poder de Dios.

                                                             

Publicada en DIARIO DE ÁVILA Digital   24 de mayo de 2017