473 Aquellos cristianos eléctricos.
La vida de Tim Guénard fácilmente daría para
un drama premiable en Hollywood:
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“Abandonado por su madre y apaleado hasta el coma
por su padre, Tim logró hacerse un hueco en las calles de París como un
sintecho sufriendo violaciones y dedicándose a la delincuencia primero y al
boxeo después. Logró alzarse con el título de campeón nacional de su categoría,
pero su único motor -según explica- era el odio. No obstante, los sucesivos
encuentros con los que el Big Boss le
obsequió -según cuenta en su libro: “Más fuerte que el odio”- le cambiaron la vida por completo”.
Aprovechando que pasó por
Barcelona para participar en un congreso, el Diario: http://diarioelprisma.es/ transcribió su testimonio, testimonio que me
ha sido de gran valor para este artículo:
Mi historia empieza en lo
más bajo…
Pero quiero destacar que gracias al Big Boss, quiero
decir a Dios, uno puede enderezar su vida aunque esté llena de odio. Y yo lo
estaba:
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“Cuando era muy pequeño, mi madre me abandonó, me dejó atado a un poste al
borde de la carretera. Mi padre me recogió, pero era un alcohólico: cuando
bebía, es como si tuviera un padre distinto”.
Un día, un vecino denunció que mi padre abusaba de mí
y vino a verme en secreto una asistenta social. Mi padre quiso saber qué le
había dicho a esta señora….: varios días después me desperté en un hospital de un coma.
Por suerte, salí del coma, pero tuve que estar en cama
durante tres años. A lo largo de ese tiempo tuve mucha envidia del resto de
niños, que recibían visitas y jugaban con ellos. Sus familias les hablaban con
sonidos bonitos, sonidos que yo desconocía. Tenía celos de este amor, los
miraba como a través de un escaparate.
Yo lo afrontaba porque por la noche me arrastraba sobre
mis brazos hasta el lavabo para mirar, en los espejos, un trocito de papel de
regalo que había recuperado:
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El papel, que guardaba como un tesoro, tenía un oso de peluche dibujado.
·
Allí en los baños, mientras lo miraba, tenía la impresión de que este
dibujo me saludaba. Me decía “Buenos días, Tim”. Al salir del baño, volvía a
mover el papelito y obtenía la impresión de que me decía “Buenas noches”: me
había inventado una visita.
Me propuse
conseguir volver a andar. Cada día me caía, pero lo seguía intentando, y
los médicos me preguntaban ansiosos:
·
“¿Pero de dónde sacas esa voluntad para luchar?”.
Nunca se lo conté, pero mi secreto era el odio:
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“Soñaba con poder levantarme para volver a casa y matar a mi padre”.
Pasé muchos años
en el orfanato, y al salir viví
en la calle, en París. Dormía debajo de la torre Eiffel. Otros días dormía en
un garaje, entre bicicletas y bolsas de basura. El problema es que también
estaba lleno de ratas, así que volví a la calle y
conocí al señor León.
Le conocí un día cuando vi que estaba leyendo el
periódico, moviendo el dedo al tiempo que lo leía en voz alta. Algo de él me
atrajo y los tres días siguientes le imité: recogía periódicos de la calle y
pasaba el dedo por encima de ellos, pero al tercer día me di cuenta de que el
dedo no sabía leer, pero este señor leía en voz alta para mí. Un día le
pregunté cómo se llamaba tal letra, y luego otra, y así: aprendí el alfabeto en
desorden.
Seis meses después, ya sabía leer gracias al señor
León. Gracias a él, podía leer los carteles.
Una vez un periodista me preguntó cómo es que yo puedo
creer en Dios si ha habido tantas cosas malas en mi vida, y le respondí:
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“¿El Big Boss? El Dios a quien yo amo está vivo, no existe solamente en un
libro sino que sale al encuentro de toda persona en la Tierra”.
Le conté esta historia que acabo de explicar y le dije
que todo el mundo conocía a esta persona como “el vagabundo” o “el sin techo”,
pero para mí siempre fue y es el señor León.
Esa fue la primera caricia del Big Boss: si hoy
escribo libros, es gracias a él y a la más bella librería del mundo: la basura.
Una librería genial además, gracias a toda la gente
que tira libros. También es una excelente farmacia:
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Un día, vi a una persona que tiraba un libro; fui, lo recogí y me puse
debajo de una farola a leerlo. Acabé leyéndolo tres veces; fue como si hubiera
encontrado un hermano o un alma gemela: era la vida de un hombre llamado Jean
Valjean, y su título: “Los Miserables”.
La basura es una gran farmacia porque aprender a leer
es una anestesia para nuestro sufrimiento.
Los encuentros son también importantes, pero no
siempre nos damos cuenta.
Yo viví en la calle, y allí uno ve las cosas que la
gente ve en el cine:
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“Ellos pagan por ver violencia, nosotros la teníamos gratis”.
Hubo un día en que quería morirme, acabar con todo… Lo
que me hacía dudar era la mirada tierna de aquel policía que me vigilaba.
Muchas veces no nos damos cuenta del poder de una
mirada, pero por eso yo agradezco todas las miradas buenas de la gente que me
cruzo.
Si vivo es por aquel día, por aquella mirada. Jamás
dije gracias a aquel policía, será el primero al que busque cuando me reúna con
Dios.
Entonces, me seguía doliendo
mucho la falta de mis padres, yo me movía por odio y soñaba con tener una madre.
Una vez, solo una, fui al colegio:
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“Entré a las nueve y a las diez ya me habían echado”.
Había un chaval que estaba hablando mal de su madre,
yo moví la pierna y el miró mi pie entonces le di un cabezazo, le rompí la
nariz y me echaron del colegio:
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“Me resultaba insoportable que un niño tuviese padre y madre y hablase mal
de ellos”.
Les diré una cosa. Yo quería tener éxito. Yo quería
triunfar en la vida porque descubrí que tenía:
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Unas huellas dactilares únicas, un ADN único. “Yo soy único”, me decía, “mi
cuerpo, mi cabeza, mi corazón y mi futuro son únicos”.
Yo soy un ladrón: cuando digo a mis hijos que estoy
orgulloso de ellos, eso lo he robado. Te pongo un caso, una vez decidí robar un
banco y atravesé una estación. Allí vi a un padre que estaba con su hijo, y de
nuevo me sentí como ante un escaparate viendo amor ajeno. Tenía ganas de ser
violento, y corrí hacia ellos para pegar a ese hombre, para decirle que se
comportara y no mostrara su cariño en un lugar público. Y entonces él le puso
la mano en el cuello de su hijo y le dijo: “Estoy orgulloso de ti”. Me quedé
parado, no sabía que había personas en el mundo que podían hablar así. Olvidé
mi objetivo inicial y fui tras ellos para escuchar lo que decían.
Ese día el Big Boss me hizo dos regalos: me evitó
hacer una tontería más: el robo y me dio una meta, me prometí que un día yo
hablaría así a mis hijos. Siempre he sido un ladrón, y también la religión la
robé de los cristianos vivos que encontré.
Inicialmente no creía porque veía creyentes que no
amaban al diferente, que hablaban mal de los demás… era una enfermedad que yo
no quería para mi vida. Por suerte, el Big Boss me hizo encontrarme con un buen
chico que amaba a Dios. Todo el mundo le decía que no se relacionase conmigo
porque no era una buena compañía, un impresentable. Pero él
se acercó. Cuando mi amigo hablaba de Él, de Jesús, te daba la impresión
de que se había fumado algo fuerte. A
raíz de él empecé a cambiar.
Él o bien rezaba o se encargaba de cuidar a personas
discapacitadas. Cuando le pregunté cuánto cobraba me dijo que nada, que era voluntario y que lo hacía por Dios. Me chocó
tanto que decidí ir a ver si realmente trabajaba con personas discapacitadas, y
tuve la gran suerte de encontrármelas. Fueron las primeras personas que me
trataron de forma normal. Cuando llegué, uno de ellos me preguntó mi nombre, se
lo dije y entonces puso su mano en mi pecho y me dijo: “Eres agradable, Tim”.
Yo no sabía que era agradable hasta ese momento, nunca me lo habían dicho. Me
tomó de la mano y me llevó a su mesa, me sirvió un tomate relleno, y luego
otro.
Al final de la comida vino a verme y me dijo:
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“¿Vienes a ver a Jesús conmigo?”.
Dije que sí, pero porque yo había trabajado con un
obrero portugués llamado Jesús, y creía que íbamos a verle a él. Así de
cotidiano me lo dijo. Me hizo ofrecer el brazo a dos chicas discapacitadas –una
de ellas me escupía en el brazo mientras me hablaba- y me dio mucha vergüenza,
pero al final llegamos a la puerta de una casa donde conocí a mis primeros
cristianos eléctricos.
Había un cristiano en la puerta que decía a todo el
mundo: “Buenos días, hermano”, “Buenos días, hermana”. Yo para mí pensaba “¡Qué
familia tan numerosa, todos son hermanos!”. El
hombre vino a mí para decirme lo mismo y yo quise pegarle, pero mi amigo
discapacitado me arrastró al interior de aquel edificio.
Era muy extraño: todos los cristianos estaban mirando
una pequeña cosa blanca. Pensé que, efectivamente, estaban fumados. Les decía
que eran un poco raros por estar ahí mirando una forma enana, pero me chistaban
y me hacían callar. Me dije a mí mismo que yo no era más tonto que ellos, y que
si ellos podían ver a Jesús en esa cosa, ¿por qué yo no?
Allí me quedé tumbado, en las escaleras de la iglesia
hasta que me despertó el sacristán. Si yo soy hoy cristiano de la Iglesia
Católica y enamorado del Sacramento, es gracias a ese día. No entendía nada
pero estaba bien.
Seguí interesándome cada vez
más, y tuve la
suerte de encontrar un buen sacerdote. Decía todas sus oraciones susurrando,
como si estuviera diciendo secretos. Yo me acercaba a ver qué decía y repetía
sus palabras. Así rezaba yo. También soy cristiano hoy gracias a aquel
dominico, aquel que murmuró al alma de un pecador y le dio oraciones.
Fui a vivir con las personas discapacitadas: me
enamoré de ellas porque se acordaban de mi nombre:
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¿Sabéis lo que es conocer a personas discapacitadas que saben que mi nombre
tiene un santo y yo no lo sabía?
Un día iba por la calle con uno de ellos y dos tipos
empezaron a burlarse de él y a llamarle “mongol”. Les pegué a los dos y les
dije:
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“No se llama mongol, se llama Vianney”.
Pero Vianney me cogió del brazo y me susurró al oído,
como un secreto:
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“No me gusta cuando pegas”.
Mis maestros han sido las personas discapacitadas como
Vianney; ellos domesticaron mi violencia.
Después de todo esto he perdonado a mi padre, pero no de
un modo mágico. El primer perdón, de hecho, fue a mí mismo:
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El peor enemigo de uno no es el sufrimiento, sino la memoria que viene a
secuestrarte, que te recuerda constantemente que has sufrido y te infunde miedo
sobre el futuro.
Para mí el perdón es como un viaje en globo, si no te
liberas de peso no puedes subir más alto y más lejos:
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Perdonar no es olvidar, sino “saber vivir con”.
Soy hijo, nieto, bisnieto de alcohólicos… pero no lo
soy. No bebo nada, porque sé de dónde vengo. Mi sueño es que mis hijos no
tengan que decir que son hijos de alcohólicos.
Ya no me torturan mis recuerdos, hoy mi historia es
una especie de pasaporte que me permite no juzgar nunca, porque sé de dónde
vengo.
Podemos, como sociedad, ayudar a aquellos que están
peor.
No hay que tener miedo de hacer visitas:
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Cuando yo voy a visitar a la cárcel, voy a compartir mi felicidad por
ellos.
Nunca le he guardado rencor al Big Boss por haberme
dejado pasarlo tan mal, amo mucho a Dios, y a menudo Él es acusado por los
sufrimientos que llevamos dentro. Muchas veces la gente dice:
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“¿Qué le he hecho yo a Dios? ¿Por qué Dios permite la guerra, o el sida, o
cualquier desgracia?”.
Cuando no creía, veía esta actitud y me preguntaba
quién era este Dios al que tanta gente le echa las culpas. Me di cuenta que Él
no me había pegado nunca, ni tratado mal, ni hecho nada malo.
Por último, ahora a qué tengo miedo. Antes de creer no
conocía realmente el miedo, solo el de mi corazón. Desde que creo en Dios, sin
embargo, mis temores son más grandes. Mi mayor miedo es el de no ser buen hijo
del Big Boss:
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“Como jamás he tenido la posibilidad de ser hijo en la Tierra, solo soy
hijo en mi rosario.
Nunca estoy seguro de complacer a Dios, no obstante.
Es una paradoja: no dudo del amor de Dios pero al mismo tiempo tengo miedo.
Creo en el amor inmenso de Dios para todo el mundo pero para mí aún me queda
trabajo. Lo digo con total sinceridad, para que puedan rezar por mí.
Publicada en “Cartas al
Director, Tu voz en la red” Digital 2 de
junio 2016