284 La inquietante
belleza de un atardecer entre cipreses
En este mes de noviembre, de santos y difuntos, puede venir bien esta
reflexión: Andújar, Andalucía, España, 4 de agosto, al caer la tarde, junto a
los muros del cementerio, entre los
cipreses que eran para mí espectadores silenciosos del deambular de la muerte; yo, exhausto y sorprendido, contemplaba
un bello y precioso atardecer. Lo contemplaba mientras, muy despacio,
paladeando dulcemente las palabras: rezaba y rezaba, a mis queridos padres, tíos
y abuelos, ellos que allí reposan en la sublimidad de la paz y con la
dignidad y quietud que merece todo el
que ya pasó a la vivencia de lo eterno. Al otro lado, pero en el mismo lugar, en
el horizonte enrojecido por la potencia energética de un sol veraniego se
descubría el lindo y ya mencionado atardecer; era la maravilla de la vida en su plenitud
natural. Juntas dos realidades que son aparentemente contrapuestas: por un lado: la
vida; vida vibrante en un panorama colosal de naturaleza que nos atrapa y nos envuelve; y por otro
lado: la muerte; muerte, en esa ciudad en calma y siempre adormecida y
silenciosa. Todo ello era el contraluz de una vivencia. El silencio era el
envoltorio mágico del acontecimiento, los pájaros daban a cada instantánea un
distintivo peculiar, ellos: escondidos en un poético anonimato, con la magia de
sus silbidos, enriquecían vivamente la trascendencia del momento. Todo era la
tierna sinfonía de algo maravilloso. Esa música tenue daba más vida aun al acontecimiento.
Los pajarillos, hábiles y llenos de vida, para enriquecer, más y más, la escena,
con grata destreza alardeaban de su gran belleza. El cielo estaba allí, Dios
estaba allí, el concierto Divino-Humano de la creación estaba allí. Dios estaba
allí: vivo, vivo, entre los despojos desapacibles del llamado Campo Santo. Como
se puede experimentar con tanta fuerza la grandeza de la vida precisamente
rodeado de lápidas funerarias y flores mustias; mustias y más que mustias:
podridas, al estar además en un mes de agosto asfixiante y caluroso como así
son y se viven en el corazón de Andalucía. Pues yo, yo allí, precisamente allí,
contemple la vida, una vida que se asomaba valientemente al filo de la
eternidad. La vida que emerge sabiamente de la semilla enterrada en el campo.
Lentamente me fui separando de aquel lugar embrujado por el atardecer, y
en breve me encontré con el mundo de los seres vivientes; la paz quedó atrás,
el bello atardecer no daba ya ese placer mágico a mi sentir; ya todo era
distinto: ruidos, voces, prisas, y en aquel nuevo ambiente: recordaba mi
vivencia anterior; recordaba la explosión armónica y trascendente de un
atardecer maravilloso; recordaba la vida y la muerte, en aquella sintonía de
aquel lugar sagrado; recordaba el talento de un Dios que nos amó y nos sigue
amando, a pesar de la cruda realidad de aquellas lápidas transmisoras: de vivas
reflexiones, de tristezas, y de penas y de dolores. No me resistía a mirar para
atrás, ¡y mire!, y vi la grandeza de los cipreses entre los altos muros de
aquel mudo recinto y descubrí su papel importante al habitar sabiamente en
aquel lugar, lugar este aún más importante; y los cipreses, envalentonados ante
la cercana oscuridad del anochecer, me dieron el último adiós, un adiós muy especial
desde aquel lugar tan peculiarmente emblemático; el adiós de despedida que yo
en aquel momento necesitaba, pues había vivido una experiencia única e
irrepetible, la experiencia de hacer convivir en un mismo acontecer: la vida y
la muerte, la alegría y la tristeza, el amor y el olvido, la belleza y la
fealdad, el frío inherente del sacro recinto y el calor asfixiante de una noche
de agosto.
Y especialmente, como reflexión, para mi vida y la tuya, para todos:
creyentes o no, quisiera dejar esta consideración: “Intentar descubrir, cada
día, el sabio talento de nuestro Padre Dios; buscar continuamente su rostro: el
bello y trascendente rostro de Dios”. Un Dios que hace de un sepulcro, un recinto sacro que nos va adentrando,
día a día, en el desconocido misterio del más allá; un más allá: eterno y para
siempre, y además desde allí: Dios nuestro Padre y Amigo, quiere hacernos
descubrir la Vida, la nueva Vida. Pues,
sin más, yo eso aprendí de los cipreses, ellos ya lo sabían, yo a través de
ellos aprendí esa nueva vivencia; la vivencia
veraniega y silenciosa de un nuevo atardecer; un atardecer eterno, un
atardecer: de aquí y de allí, un atardecer mágico, con: silbidos de pájaros, sollozos,
rezos acompasados, recuerdos emocionados, cipreses, y todo lleno de vida; y
además, junto a ello, la insustituible presencia de un Dios, que en aquel
momento vibrante, me estaba amando, y lo
estaba haciendo de una forma muy, muy especial. ¡Son! podemos decir, sin saber
por qué, las cosas de Dios. Dios, ¡cómo no! también nos sorprende ¡y si buscas!
en las profundidades de tu corazón encontrarás a un Dios aún más sorprendente y
en un lugar físico: cotidiano o mágico, especial o intrascendente. ¡Y me preguntas con duda! puede ser en un cementerio, ¡pues sí, claro que sí!, pues
Dios siempre obtiene de la muerte: Vida. Por eso en aquel atardecer, lleno para
mí de significado, estaba Dios, y estaba para dejarme ese mensaje de: Vida,
Amor y Esperanza
Publicada en Diario JAÉN 14 de
noviembre de 2013