163       La embajada de un pordiosero

El relato que cuento me sobrecogió al leerlo, es por ello por lo que lo expongo para la consideración de los lectores. Espero que a Vds.  les sirva como reflexión y para aprender a vivir una virtud tan importante como es la humildad:
“Hace poco -me comentaba Roberto Simán- me embar­qué en otra aventura... Me llamó el ministro de Relaciones Exteriores y me propuso que aceptase el cargo de Embajador de El Salvador ante la Santa Sede y la Soberana Orden de Malta "¡Dios mío! -pensé al  principio-. ¡Más complicaciones en mi vida, que ya está de por sí bastante complicada!
Juan Pablo II y Roberto Simán

Pero luego pensé que era un servicio que podía hacer a la Iglesia y a mi país, y acepté. Con una condición: que no tu­viera que trasladarme a Italia a tiempo completo, porque tengo una familia numerosa que atender, un trabajo que sa­car adelante y muchas iniciativas apostólicas que dependen de mí, en mayor o menor medida. Aceptaron mis condiciones y a principios de 1992, fui a Roma con Myriam y mis once hijos, para la presen­tación de mis credenciales como Embajador. Y aquel día me sucedió algo que quiero contar porque tiene para mí una significación muy especial.

Recuerdo que me levanté muy temprano para ir a Misa, hacia las cuatro y media de la madrugada. Vi por la ventana que estaba lloviendo y me vestí de modo informal, con una chubasquero y una gorra. Bajé y me fui caminando, en el entre-luz del amanecer, por las calles de Roma, hasta la iglesia de San Roberto Belarmino. Hacía frío y seguía lloviznando. En una plaza encontré uno de esos mercados típicos romanos y compré leche, verduras, pan, fruta y diversas cosas que nece­sitábamos en el apartamento donde vivíamos. Entré en la iglesia cargado con las bolsas y me senté a oscuras, en la úl­tima banca. "¡Qué día más importante! -pensaba-: Dentro de pocas horas saldré con la escolta por las calles de Roma, como Embajador de El Salvador, y entraré en los salones del Vaticano para presentar las credenciales...

En esto, sentí que alguien me tocaba en el hombro. Me volteé y una señora me entregó un billete de mil liras. Me quedé desconcertado: ¡me había confundido con un pordio­sero! Debió pensar que me había refugiado allí a causa de la lluvia y el frío...

"Esta es la lección que hoy me da el Señor -pensé-; por­que eso es lo que soy yo a los ojos de Dios: un pordiosero". Luego tuvimos la audiencia con el Papa. Me emocioné mu­chísimo. Le enseñé la fotografía de mis once hijos, y al ver a tantos exclamó: "¡Sois una nación!". Pero yo seguía pensando en el suceso de aquella mañana...

Nosotros sólo somos eso: pobres instrumentos, poca cosa, unos pordioseros a los que Dios ama y bendice sin cesar.”



Publicado en Diario JAÉN     30 -  4 – 2000


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