Articulo
158 La túnica del amor.
Martes santo. Nueve y media de la noche. La plaza de Don Bosco se llena de gente. Todos
esperan el gran momento. En los ojos de
todos y cada uno se presiente la riqueza
interior de una emoción callada. La oración se hace silencio, y el silencio
respetuoso se hace oración. Entre el bullicio -esta espléndida tarde-noche- encontramos un recogimiento que nos sobrecoge. En un
breve instante, fugazmente,
el murmullo de la plaza
se rompe. La puerta
de la Iglesia
se abre muy
despacio. La cruz de guía atraviesa
el dintel y
con ello comienza
la estación de penitencia.
Austeridad, recogimiento, riguroso silencio, oración callada,
Jesús de la
Humildad que sufre y ama, María de
la Salud que
espera con el alma llena de
dolor...
Y
yo: que soy
uno cualquiera de los espectadores, que -pasivo-
contempló la escena -la rica escena-
de una Hermandad
genuinamente sería, de una Hermandad
llena de tradición e historia; al contemplar, cierro los ojos y
vuelo con el
pensamiento, adentrándome en el corazón
y en los sentimientos de uno de
los nazarenos. Ella es una
mujer, el palpitar
de ese corazón
suyo es rápido
y sereno,
allí se descubre
la maravilla de una íntima
vivencia. Ese corazón está rebosante: porque
es el corazón
de una hija, una buena
hija que acompaña
a su Padre
en su dolor
y a su
Madre: que
está sufriendo con fortaleza y desconsuelo el signo de esa contradicción. Y esa
hija siente satisfacción de ese procesionar pausado, pero
gratificante y alentador. Ella vive y vibra, siente
profundamente con hondura
y con emoción
un silencio que fortalece su alma.
Todo es normal en este nazareno, que ejemplarmente
vive su estación
de penitencia; y lo hace, con
la humildad que ha aprendido
de la vida de su Señor Jesús. Señor Jesús al que tanto
ama. Como digo, todo es
normal, hasta
que, en
un lugar determinado, el corazón
del penitente se desborda en
un tictac apresurado, el ritmo
se acelera,
las lágrimas aparecen en los
ojos, el
lamento incontrolable rompe un silencio
lleno del
más sereno rigor penitencial. Y de corazón a corazón
yo le pregunto, y lo hago, porque tiene
que haber una
causa adecuada para esta actitud
de pena que
ha invadido su ser;
y ella me
cuenta la historia: "Mi
novio, al
que yo amo
con una locura
desbordante, y yo, somos hermanos de ésta cofradía; él, está ahora
en una labor
humanitaria -muy, muy lejos- consolando
los cuerpos, y los espíritus,
de tanta gente
que sufre.
Y él, antes de irse,
me pidió encarecidamente,
y con lágrimas
en los ojos,
que vistiera su túnica nazarena
y acompañara a sus sagradas imágenes en su puesto, pues yo habitualmente no salgo en la estación
penitencial. Pedí permiso a
la Hermandad para ocupar su sitio
en el cortejo procesional: muy cerca
del Señor de la Humildad; y aquí estoy llevando con orgullo su sagrada túnica".
Y de nuevo yo pregunto, con
la curiosidad de quién ha
quedado gratamente sorprendido:
¿Y esas lágrimas, a
que se han
debido? Y
ella me sigue
contando: "al pasar por
la casa,
en donde,
en un futuro
cercano, vamos
a compartir nuestro amor,
he sentido la cercanía de
su presencia y he redescubierto
la maravilla
de su
amor; y
mi corazón se ha desbordado
en gozo,
y mi alma
se ha llenado
de una dulce
melancolía..."
Y
ésta es mi
bella historia. Estos días
de espíritu penitencial,
estas historias se multiplican y las vivencias
emotivas son tan proliferas como la vida
misma. Esta
historia es un “mágico”
engendro de la imaginación del que escribe, pero puede
ser tan real
como ya de
hecho aleccionadora, ejemplar,
vivificante.
Publicado en:
Boletín de la Hdad. de
la Humildad de Linares 3 – 2000
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