449 Santa
Ángela de la Cruz.
En estos días
de semana Santa en Sevilla, he venido impregnado del cariño de los sevillanos a
una mujer nacida en Sevilla en el siglo XIX. Una mujer inculta en sus orígenes
y muy pobre, pero que fue modelada por Dios para que alcanzara las altas cimas
de la santidad.
Ella tenía
claro que la Santa Cruz de Jesucristo era también para ella el trono de su
realeza. Y con la cruz, esa cruz redentora, conquistó el mundo y conquistó los
corazones de millones de personas. Sevilla desde siempre se rindió ante la
evidencia; y vio en aquella mujer sencilla las huellas de Dios.
Su carisma era
la entrega generosa, el sacrificio constante y silencioso, la humildad callada,
y la persistencia de la oración.
De día y de
noche, con frío y con calor, acompañadas por el bullicio de la ciudad o en la
oscura soledad de la noche, con sueño o sin sueño, así un día y otro caso las
Hermanas de la cruz recorrían Sevilla:
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Sólo con una consigna: Amar.
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Y sólo con una recompensa la Cruz de Cristo.
Y con el mismo
amor y la misma consigna las Hermanas recorren hoy el mundo, y lo hacen cómo
siempre con su macuto vacío de bagatelas pero lleno de Dios.
Ángela Guerrero
González nació en Sevilla, España, el 30 de enero de 1846. Ángela era humilde,
sencilla, muy alegre, devota y gran trabajadora; había tenido un buen ejemplo
en sus padres.
Para ayudar a
los suyos comenzó a trabajar a los 12 años en el taller de una zapatería. Su
formación fue muy precaria debido a la falta de recursos de su familia. Apenas
pudo aprender a leer y escribir, pero su finura espiritual se hizo patente.
Así, mostraba rotundo desagrado ante conversaciones poco delicadas, teñidas por
descalificaciones y blasfemias. Y, al menos en su presencia, sus compañeros se
abstenían de proferir palabras malsonantes e improperios. Además de poner coto
a la afilada lengua de los empleados, la santa les convencía para que rezasen
el rosario.
Éstos y otros
rasgos de su virtud llegaron a oídos del padre Torres Padilla, quien le ayudó a
dilucidar su vocación y a madurarla, orientándola hacia la vida apostólica.
Tenía entonces 16 años.
Al salir del
trabajo visitaba hogares sumidos en la pobreza, frecuentaba las iglesias y
rezaba en sus altares. Los menesterosos de su barrio recibían sus limosnas.
Cuando en 1865
Sevilla fue abatida por el cólera, diezmando a las familias que vivían en los
«corrales de vecindad», Ángela, que ya tenía 19 años, se desvivió para asistir
a todos. Entonces abrió su corazón al padre Torres diciéndole que quería
hacerse monja.
Pero esta mujer
audaz tenía un cuerpo menudo y era de complexión débil, así que:
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Cuando tocó la puerta de las Carmelitas Descalzas del barrio de Santa Cruz
no fue admitida. Se temió que no pudiera soportar los rigores de la vida de
clausura.
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Más tarde, fue postulante con las Hermanas de la Caridad. Sin embargo, su
mala salud la obligó a salir del convento.
De modo que, en
la calle nuevamente, Ángela partió con esta convicción:
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«Seré monja en el mundo».
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Y ante los pies del Crucificado hizo privada consagración de su vida el 1
de noviembre de 1871.
Los dos años
siguientes maduró su anhelo de vivir clavada, y subrayó esta expresión, junto a
la cruz de Cristo, llamándose Ángela de la Cruz.
En 1873 formuló
los votos perpetuos.
En su corazón
ya bullía ese anhelo de:
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«Hacerse pobre con los pobres». A ellos los llamaba sus señores.
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Y fundar la «Compañía de la Cruz».
Con toda su
confianza puesta en Cristo, en enero de 1875 comenzó a dar forma a este sueño:
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Se unieron a ella tres mujeres que se distinguían por su bondad y
sencillez, y compartían el espíritu de pobreza.
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Un cuarto con «derecho a cocina» fue su «primer convento».
Desplegaron una
ingente labor asistencial realizada a tiempo completo, de día y de noche, que
tenía como objetivo a los necesitados pobres y enfermos; limpiaban sus casas y
les daban consuelo. En medio de la labor pastoral realizaba duras penitencias y
mortificaciones. Vistieron un hábito y a Ángela pronto la llamaron «Madre»:
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En 1876 el cardenal Spínola les dio la bendición.
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Y en 1894 ella mantuvo un encuentro con León XIII que aceptó su obra.
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Obra aprobada después por Pío X en 1904.
Sevilla y toda
Andalucía acogió con gratitud y cariño a esta pobre «zapaterita, negrita, y tontita»,
como ella misma se definía, a la que acompañaba fama de santidad por sus
virtudes y prodigios.
Su forma de vida
austera y mortificada suscitó numerosas vocaciones entre las jóvenes. Abría los
brazos no solo a los pobres, sino también a potentados que solicitaban su
atención, consejo y apoyo.
Su amor por los
necesitados le instó a realizar un gesto que otros santos tuvieron, como
Catalina de Siena:
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“Succionar la supuración de las llagas de una enferma que se hallaba a
punto de morir, y que sanó poco tiempo después”.
Fue agraciada
con visiones. Su itinerario espiritual estuvo marcado por grandes
purificaciones que la condujeron a las más altas cimas de la mística, coronada
por el desposorio espiritual.
Una trombosis
cerebral que padeció en 1931 la dejó casi paralizada:
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Y el 2 de marzo de 1932 voló al cielo.
Lo último que
se le había oído decir antes de perder el habla, fue:
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«No ser, no querer ser; pisotear el yo,
enterrarlo si posible fuera…».
La beatificó:
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San Juan Pablo II en Sevilla el 5 de noviembre de 1982.
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Y sucedió entre el delirio de las gentes que no ocultan su devoción por
esta «madre de los pobres» como
es conocida.
La canonizó:
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El mismo Juan Pablo en Madrid el 4 de mayo de 2003.
Su fiesta
litúrgica es el 5 de noviembre.
Pobre con los
pobres, así vivió esta humilde monja que quiso por encima de todo estar clavada
a la cruz de Cristo.
Y este signo de
la cruz fue el que:
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Vinculó a su nombre.
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Dio a su fundación.
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Y marcó su quehacer apostólico.
Fuente: Zenit
Publicada en “Cartas al
Director, Tu voz en la red” Digital 8 de
mayo 2016